27.9.05

OBSERVANDO NUBES DESDE MI VENTANA

Una mañana temprano, al levantarme,
sorprendido descubrí nubes en mi frente
y escuché a una de ellas diciendo a otra
y a otra y a otra y a otra y a otra; a todas decía:
¿venís conmigo y desatamos una tormenta?

....

Cuando llega el otoño las nubes
duermen sobre el tejado de mi hogar.
Descansan allí de sus largos viajes.
Algunas, antes de acurrucarse,
se asoman a mi ventana y cuentan
que existe una ciudad de cielo áspero
con antenas que pinchan como espinas.
Las más jovencillas sufren y lloran
y sus madres enfadadas de rabia
gritan truenos y relámpagos.

....

Con la lluvia mueren las nubes.
Mueren para seguir viviendo.

...

Desde mi ventana el otro día contemplé a una nube tropezar con un edificio y deslizarse hasta caer a la calle. Era una nube muy pequeña. Apenas tendría unas semanas de vida. El señor Remigio, siempre tan atento, se apresuró y bajó corriendo a por ella. Metió la nube en una botella semicircular de cristal blanco. Dio un ligero sorbo y volvió a taponarla. Subió a casa y dijo a sus hijos: ¡bebed! Y éstos, enfermos por la prolongada sequía, saciaron su sed.
Por encima de los tejados, la madre contempló el triste final de su hija. Apenada comenzó a chispear.

...

Una nube pregunta a otra:
hace calor ¿nos llovemos?
Y ésta exclama contenta:
¡Qué bien, así nos bañaremos!

...

En una ocasión un anciano jardinero me comentó que una tarde, mientras paseaba por su frondoso jardín, se presentaron unas ligeras nubes, ofreciendo una fina lluvia que refrescaron el cálido aire veraniego. Se despojó de la camisa y sintió la satisfacción del agua deslizarse por su rostro y por su torso. Un alivio y un motivo de alegría.
De repente escuchó un ligero murmullo que fue encrespándose hasta convertirse en un ruidoso tumulto de ásperas quejas. La sorpresa fue mayúscula, pues a su alrededor no divisaba a nadie. ¡Estaba solo! Prestó atención y observó que a su derecha las hojas de un enorme árbol se agitaban rudamente unas contra otras. Se aproximó y pudo escuchar que discutían enojadas entre ellas. ¡Apártate y permite que esta gota de lluvia me empape a mi!
Enfrentadas entre ellas apenas dispusieron de tiempo para abrir sus manos y absorber la humedad que tanto ansiaban. El alboroto se hizo tan irritante que las nubes, enojadas, reiniciaron su camino hacia unas praderas cercanas.
Con precaución se acercó al árbol y abrazando su robusto tronco se dirigió a las enemistadas hojas de la siguiente manera: vuestras disputas enfadaron a las nubes y se alejan. Tan hechizadas estaban en sus propias riñas que no le prestaron atención. Dio una patada al suelo y con fuerza gritó: ¡estúpidas, sois idiotas; siempre igual!
Por un instante cesó la endemoniada pelea entre ellas. ¿Quién grita?, exclamaron algunas. ¡Soy yo, el jardinero!, expuso él. ¿A qué vienen esos gritos tan furiosos?, preguntó una de las hojas. Estoy aburrido con vosotras, dijo el jardinero; siempre hacéis igual, discutís y os perdéis enfrentándoos, en lugar de aunad vuestras manos y ofreciendo un extenso manto recoged todas la gotas de lluvia y repartirlas unas con otras, pues habría suficiente para todas.

Cuando el anciano calló, curioso le pregunté sobre la conclusión de la intrigante historia. Permaneció en silencio. Insistí. Me miró detenidamente a los ojos y dijo: No pudo ser; no aprendieron y nunca compartieron. Igual que nosotros.

...

Una nube dijo una gélida noche ¡qué frío tengo! Y tiritando exclamó: BRRRRRRROOOOOOOOMMM.. Y durante siete días cayó una helada virulenta.

...

Una nube dijo a otra: ¡vete, vete de mi lado que ya no te deseo! Dolida se fue y tan agitado fue el hiriente desamor que para desahogarse provocó un huracán. Nunca pidió perdón.

...

Hace tiempo, en una aldea lejana, hubo dos nubes que se amaban apasionadamente. Un amor hermoso como nunca en el cielo nadie conociera jamás. Se amaban y juntas ofrendaban a diario regadíos a los campos.
Los campesinos celebraban grandes fiestas en honor a las generosas amantes. Levantaron templos y oraban a sus diosas. En aquel valle las nubes vivieron felices y cada año las lluvias del monzón eran intensas y proveían a los campesinos de una tierra frondoso y fértil. Al décimo año la familia creció y las nubes partieron hacia un valle más extenso
para criar a su descendencia. Los campos se marchitaron y los aldeanos emprendieron un fatigoso viaje siguiendo los designios de sus diosas. Después de semanas caminando, las encontraron y se establecieron junto a ellas.

...


¡No me toques!, dijo una nube. ¿Por qué?, exclamó su vecina. ¡Ah, yo soy especial; soy de puro oxígeno!, replicó. Todas poseemos oxígeno, repuso la vecina. ¡No, tú estás mezclada con hidrógeno; no eres pura como yo!

...

Cuando las nubes paternas se enfadan y atruenan rayos y centellas, algunas jovencillas sufren tanto miedo que se esconden bajo las alfombras de pinos.

...

Hay nubes que son tan pobres
que no poseen ni agua.
No pueden respirar y marchitas
se secan y mueren de sed.

...

Gustavo

La Puerta

Abrió la puerta de la habitación y dijo: quieres bajar el volumen de esa música, esto parece una casa de locos, hija, ¿no puedes escuchar la música como todo el mundo?
Mamá, esta es la música que a mi me gusta, sabes, y esta música se oye así, alta.
No lo entiendo, no entiendo que esos berridos te parezcan música.
Tampoco entiendo yo ese rollo que te pones tú en la radio, y bien alta. Pero, claro, si lo haces tú... es música, pero si...
No me contestes de esa manera; estoy harta, harta de tus insolencias. Sabes lo que te digo: pon la música como quieras y además...
Yo no contesto de ninguna manera. Has entrado tú dando voces, gritándome que quite la música, que...
Lo que me faltaba por oír. Aquí todo el mundo hace lo que quiere y estoy... En esta casa no hay respeto.
Si has discutido con papá esta mañana yo no tengo la culpa. Grítale a él, pero a mí déjame en paz.. Que si la música alta, que si los pies en el sofá, que si no estudio. Sabes lo que te digo, que llevas razón, ésta es una casa de locos y me voy un rato a la calle.

Se puso la blusa azul, la falda corta que la hacía tan coqueta y unas sandalias de tiras hasta la rodilla. Sin despedirse avanzó por el pasillo hacia la puerta de la calle. Al menos apaga la música, gritó su madre antes de que cerrara la puerta. Apágala tú, replicó la hija.
Desconectó la música y el repentino silencio inundó la habitación. La madre se echó las manos a la cara y comenzó a llorar. ¿Por qué, por qué me tiene que pasar esto a mi, qué hice mal? Mientras desahogaba su pesar repitiendo insistente esta letanía (por qué, por qué, dios mío, qué hice mal, nadie me respeta...) fue avanzando hacia la cocina. Con el delantal limpió sus lágrimas y continuó preparando la cena. Las croquetas estaban listas y las retiró a un plato, aprovechando el aceite caliente para freír tres huevos. Apartó la sartén de la vitrocerámica mientras con la mano izquierda levantó la tapa del puchero. La sopa está lista, dijo para sus adentros. Apagó los fuegos y dispuso el puchero sobre la mesa de mármol. Del armario de la derecha extrajo un plato que situó delicadamente sobre las croquetas y los huevos fritos.
Se quitó el delantal y sus pasos la llevaron hacia el salón, sacando del cajón situado bajo la televisión la caja de costura. Puso encima de la mesa las agujas, los ovillos de hilo, el dedal y una minúscula tijera. En una silla junto a ella una camisa y unos calcetines de su marido esperaban el remiendo.
Acabada la tarea acudió a la habitación de su hija y, hurgando en su armario, descubrió varias prendas con rotos. Ay, ay, suspiró, ésta hija mía me va a volver loca, y se las llevó a la mesa del salón. Apurando los descosidos de repente descubrió que el reloj del salón marcaba las diez de la noche. Se puso en pie sobresaltada y, como aconteciera tantas noches, descubrió que era la hora de la cena y estaba sola en casa. ¿Dónde se han metido? ¿dónde estarán?; no pudiendo disimular su desazón, comenzó a repetir las palabras con énfasis para mostrarse el disgusto que tenía. ¿Dónde estarán? ¿dónde se han metido?. Mientras incrementaba el tono de su voz, como si escuchara alguien sus enérgicas quejas, recogió las labores de costura y dispuso el mantel y los cubiertos.
La mesa preparada y la casa vacía.
Encendió la televisión, y aunque no prestara atención a las imágenes, el sonido la fue calmando. Pasaron cinco minutos, pasaron diez, quince. Estaba sola.
Fue al baño. Vuelta al salón. Las noticias del telediario la distrajeron durante un rato. Las diez y media y no aparecían.
Se sentó dispuesta a no esperar más. Con la mano partió un mendrugo de pan y lo colocó junto a su plato. Levantó la tapa del puchero y con el cazo...
No, no quiero cenar sola otra noche, estoy harta.
Furiosa agarró el mendrugo de pan y lo estrujó entre sus dedos. Con las dos manos continuó apretujando, con rabia. Cuando cesó, la masa de pan mostraba una extraña forma alargada y muy afilada por un extremo. Con la yema de los dedos, suavemente, comenzó a sentir el tacto afilado...
De repente se abrió la puerta de la calle y entraron juntos el marido y la hija. La mujer permaneció sentada con la cara vuelta hacia el pasillo, acentuando el gesto iracundo y los ojos desafiantes. La hija pasó primero y observó las señales y el enfado de su madre. Agachó ligeramente la cabeza y dijo ¡hola!, sentándose pausada en su silla. El marido dijo buenas noches y encima del sofá dejó la cartera y la chaqueta, ofreciendo posteriormente un ritual beso en la mejilla, que ella apartó.
-Ya es hora, no.
He tenido mucho trabajo y no he podido...
Ya, mucho trabajo... y cuando no es el trabajo son los compañeros del trabajo y si no...
Mujer, no te pongas así que...
Me pongo como me da la gana.
Pero... mujer, si yo...
- En esta casa todo el mundo hace lo que le da la gana y... estoy harta. Una hora en la cocina para qué... Además, la cena ya estará fría.
Pero, mujer, escucha... sucedió qué...
Cállate. Estoy harta de tus excusas, de tus buenas palabras. Yo también tengo compañeros en el trabajo. Y quedo con ellos, pero no todos los días. Yo tengo unos hijos que atender, una familia, una casa... pero, claro, al señor eso le aburre, él prefiere pasar las tardes con los amigos y cuando llegue a casa la cena dispuesta, la cama calentita, el señor...

La hija, aburrida, intentaba abstraerse recordando lo guapo y excitantes besos con el chico que conoció en la fiesta de ayer...
La discusión entre sus padres fue elevando la pasión., como siempre. Es un aburrimiento, pensó, llevan meses que no paran, a todas las horas gritándose, cantando ópera a dúo. Aprovechando un instante de calma, levantó la vista hacia la mesa y observó una jugosa croqueta. Precavida, extendió el tenedor hacia ella.
Espera a que empiece tu padre. ¿O ya ni eso? Un poco de respeto, yo sólo pido un poco de respeto. Es tanto esfuerzo que cenemos juntos. Estoy harta, dijo con voz lánguida y se puso a llorar.
Mujer, ahora estamos juntos y...
Cállate, eh, cállate, que me tienes harta. Te interesan más tus amigos que pasar una tarde conmigo.
Mujer, tengo mucho trabajo, sabes que...
Yo también tengo mucho trabajo y acabo a las tres, igual que tú. ¿Cuántos meses hace que no vamos al cine, al teatro, que no damos un paseo juntos... cuánto hace que no pasas una tarde con los gemelos... Tengamos los niños, tengamos la parejita, serán una felicidad para nuestro matrimonio, criarlos nos volverá a unir... Accedí a continuar el embarazo por tu insistencia y ahora... eres un egoísta y estoy harta de ti.

Como una exhalación la mujer cogió por el mango el mendrugo de pan y con la hoja afilada atravesó la yema del huevo de su marido, salpicándole la camisa; luego agarró la botella y llenó su vaso de vino hasta el borde, vaciándolo de un trago. Mujer, dijo él, pero antes de que continuara, la mujer, cortante, replicó: hago lo que me da la gana, como haces tú; tú... tú ya no me quieres.
Unas gotas de sudor frío deslizaran por su frente.
El marido alargó su brazo hacia el hombro de su mujer, pero antes de que la rozara ella apartó su silla hacia atrás, se puso en pié y alejándose hacia la cocina al tope abrió el grifo del agua fría y comenzó a llorar.
Exclamó unas palabras ininteligibles. Del frigorífico extrajo un plato con medio pollo, sacó la tabla de madera del armario y del cajón de los cubiertos extrajo el enorme cuchillo de mango negro. Comenzó a golpear rotundamente el cuello del pollo. ¡Toma, toma!
Al ruido, el marido se incorporó hacia la puerta de la cocina contemplando perplejo la situación.
- ¿Qué quieres?, gritó ella en cuanto le divisó.
¿Qué haces? Pero... ¿estás loca?
Ella dio un paso y extendiendo la punta del cuchillo hacia las arrugas de su camisa, le miró fijamente y dijo: ¿quieres saber lo que hago? ¡vaya sorpresa! ¡el señor está preocupado por lo que hace su mujer!, pues te lo diré... pero antes de que pudiera continuar, el marido desinteresado exclamó: me voy a la cama, estoy cansado.
Furiosa, la mujer gritó: vete, vete, no te necesito para nada; reanudando los machacones golpes contra el pollo.
El cuchillo se escurrió y calló al suelo, emitiendo un chirriante sonido al golpear las baldosas. La mujer se asustó y dio un salto hacia atrás. Temerosa se agachó y agarró el mango suavemente con dos dedos, depositándolo en la pila.
Al ruido, acudió a la puerta de la cocina su hija.

Mamá, ¿te pasa algo?
Una mirada seca y callada fue la respuesta. La hija insistió: mamá, mamá, ¡dime qué te pasa!
Ya no puedo más, hija mía.
Ay, mamá, mamá, ven aquí, y echó sus brazos hacia ella.
Sorprendida ante la carne de pollo destrozada sobre la tabla de madera, dirigió una mirada inquisidora a su madre. Pero ésta no respondió. La hija la acogió entre sus brazos y sintió las mejillas temblorosas de su madre. Mamá, mamita, la dijo, yo te quiero mucho, abrázame muy fuerte.
Ay, hija, si no fuera por ti yo no sé...
Mamá, así no puedes continuar, no podéis seguir así, todos los días discutiendo...
Es que tu padre...
Mi padre, mi padre... y tú, mamá, y tú; sois los dos. Hace meses que te digo que os tenéis que separar, os estáis destrozando... como esa carne de ahí.
Ay, hija mía... no menciones el nerviosismo que se apoderó de mi contra la carne, ay, me da miedo, tengo miedo... estoy harta, estoy sola; sólo te tengo a ti. Perdona cuando te grito, cuando me enfado contigo, pero...
No llores, mamá, no seas boba...
No sé, no sé qué hacer...
Yo sí y te lo repito.
Claro, tú lo ves muy fácil, ¿y los niños, qué va a suceder con los gemelos?
¿Qué quieres qué suceda? Nada. Yo me quedo contigo y te ayudo a cuidarlos. Mira, verás, me pagas lo que cueste una canguro y yo les atiendo tres tardes...
Tú... siempre tan interesada; anda que haces las cosas gratis, generosa.
Pero... si es por tu bien. Tienes que salir; queda por las tardes con tus amigas, ve al cine, al teatro... a discotecas como hacías antes con papá. No te encierres en casa, ya está bien. Tienes que divertirte, tienes que salir, tienes que preocuparte de ti... al menos tres tardes a la semana... y ¿quién cuidará mejor que yo a mis hermanitos?
Yo... es que...
Además, no me insistes en que busque un trabajo para mis gastos, pues... ¡ya está! Papá que se vaya a la casa del abuelo y nosotras nos quedamos aquí con los gemelos.
Qué tonta eres... hija
Pero llevo razón.

La apretó entre sus brazos hasta que protestó: mamá... me vas a asfixiar. La madre aflojó y sonriendo tibiamente dijo: qué boba eres.
Ya calmada propuso que ambas se fueran a la cama, mas aquella noche Morfeo no se presentó.
Hacia un lado, luego al otro, boca abajo y boca arriba. Por fin la mujer se durmió acompañada por los ronquidos de su marido. Una niña pequeña jugando en el patio del colegio. Una jovencita besando en la playa a su primer novio. Una mujer feliz vestida de blanco: sí, quiero. Una señora madura en casa una tarde y otra... sola. El huevo frito, el ojo de su marido... En el plato que ella... descarnadamente, apareció el rostro del marido.
Sintió escalofríos y despertó sobresaltada. Eran las cinco de la mañana.
Se levantó a por un vaso de agua y al entrar en la cocina contempló el pollo deshecho y el cuchillo de mango negro en la pila. Se asustó.
Volvió a su dormitorio y sacó del armario una maleta, en donde fue colocando la ropa imprescindible. Cerró la cremallera y pausadamente se vistió. Encima de la mesilla dejó una nota.
Cargó la ligera maleta por el pasillo, silenciosa. Se detuvo un instante antes de cerrar la puerta de la calle y recordó las palabras de su hija: tienes que divertirte, tienes que preocuparte de ti, tienes que...



Gustavo.
Julio 2002.